Los seres inexistentes se topan cada día con el humano sustancial y resguardan sus oídos de la trivial conversasión real con un pequeño y musical trozo de metal plateado. A todo volumen y ensordeciendo sus sinsentidos, no escucha las mentiras inexperimentables, el amor desechable, la angustia pasajera, el autoconvencimiento.
Se angustia, aveces, de no ser como ellos, de intentarlo y fracasar, una vez más, en cada pequeña cosa. De que traten de cambiarlo, de que le aleguen falsedad, de que no soporten sus llantos.
El ser inexistente está cansado de no poder contarle cosas a la gente real, por miedo a que manoseen sus sentimientos. Y no poder ser sí mismo, sin ser algo más. Sin ser bizarro, distraído y fugaz. Sin que le reprochen, sin que le exijan.
Su propio mundo es mejor, más cálido, menos gris, pero intangible, transparente, desconocido, inseguro e inestable.
El ser inexistente, no existe en el mundo real.
El ser inexistente está destinado a la soledad.
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