Tú sábes hacer que los días totalmente iguales sean rotundamente diferentes con esa cosa que se llama vacío, que me hace soñar contigo cuando logro quedarme dormido. Si no, puedo soñar despierto un rato, pero me confundo y olvido dónde estoy parado.
Me veo solo, allí en aquel parque descolorido con el traje de príncipe puesto y la flor seca en la mano. En la esquina tú, en tu pulcro y desasonado negro con tu pálido rostro de niño muerto caminas hacia mí, matando a tu paso los blancos ciruelos del primaveral invierno. Se me congela la piel a cada paso, se me caramelizan lo labios en cada gesto para que vengas a robarlos, pues bien sábes, funcionará al primer intento. Prendo el cigarrillo y quiero apagarlo de inmediato en mis impulsivos intentos por ser natural. Imagino sobre lo imaginado como pegando fotos en un collage también imaginario, se me escapa una sonrisa, la disimulo, me muerdo el labio, miro a otro lado, cierro los ojos, estás más cerca. Pasas por delante de mí y te sientas en el borde de la fuente de agua cristalina y cristalizada, dejo caer la flor seca de mi mano. Perplejo. Me siento muerto como los ciruelos que enamoraste con tus caderas en cada paso de mi aterrorizante espera. Me miras... así como siempre me haz mirado, como esperando a que me derrita en el asfalto de tu ego. Y yo estoy a punto de hacerlo, pues ya no aguantan las piernas para correr a darte un beso. Ríe, se levanta, prende un cigarrillo, se acerca me toca con los dedos los labios, sin siquiera haberme saludado y... me lamento de estar soñando despierto otra vez.
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